Un tesoro en el Lago Titicaca que te gustará conocer

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Escrito por Andrea Alexandra Maldonado Rivero

¿Alguna vez han sentido la necesidad de sumergirse en una aventura turística por si solos?... Estoy segura que sí.


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Particularmente yo lo he sentido ahora más que otras veces; tal vez el hecho de haber salido de cuarentena también  ha influido en replantearnos quienes somos y que necesitamos y un tiempo a solas nunca viene mal, es decir,  es el tiempo que podemos darnos para reflexionar sobre nuestra vida y actitudes hacia ella y en el camino descubrir lugares e  incluso tesoros escondidos, por así decirlo, sobre todo  si eres una persona visionaria, romántica e intensa.

Es así que el pasado fin de semana me aventuré a visitar Copacabana que por cierto es un lugar donde el turismo interno se ha reactivado  enérgicamente, tanto así que el transporte se vio afectado a la hora de hacer transbordo del  estrecho de Tiquina hacia Copacabana y ni qué decir de la escasez de hospedaje disponible, pero bueno, más allá de eso la gente salió de ese ostracismo obligado en el que estaba y se abrió a la experiencia de nuevas oportunidades  para disfrutar de la playa que la mayoría de nosotros los bolivianos conocemos, es decir la de las orillas que  están repletas de barcos, lanchas, juegos inflables en forma de ballenas, patitos, etc. la escasa arena que ya no es más que tierra con restos de basura y los puestos de venta de trucha que aunque le han dado vida y productividad al lugar aún no tienen una ética muy acentuada en cuanto a responsabilidad medio ambiental  se refiere, y, aunque  suene crudo es la verdad, pues la concientización o peor aún la sensibilización de las personas aún sigue siendo una utopía.

Sin embargo yo no me quedé en el pueblo,  tomé un taxi  rumbo a una población cercana llamada Yampupata a 25 minutos del mercado que está en frente de la plaza principal  donde se toma transporte y  sin duda quedé sorprendida  de manera grata al caminar por sus pequeños pasadizos de casas de adobe y sembradíos de habas, papa, arveja, choclo, etc. además de apreciar  a las  bellas alpacas y llamitas.

Luego, pude divisar un paisaje espectacular a lo lejos y al acercarme hallé un verdadero tesoro, si, así sin exageración pues encontré ¡al fin¡ playas de arena blanca, suave y limpia que son bañadas por aguas cristalinas y a su alrededor espacios rocosos cubiertos de algas que sincretizan una armonía de colores y música, una atmósfera sin igual. El lugar  perfecto para aquellos que gozan de su propia compañía y se ahuyentan del ruido de la ciudad.

Para continuar con esta valiente y solitaria travesía, visité la Isla P’eq’e K’ara, Cabeza Calva o Isla Solitaria, que le rinde ese nombre al único árbol que la habita, el cual es grande, con raíces gruesas y bastante frondoso, rodeado de una geografía abstracta, llena de inmensas rocas, ramas y pequeñas arañitas. Conectarse con un árbol y abrazarlo de vez en cuando está genial.

De este modo retornamos a  Playas blancas y en nuestro trayecto visitamos los criaderos de trucha de una de las habitantes de Copacabana quien nos mostró este trabajo que realizan ya hace muchos años y que es el sustento de muchas de las familias del lugar ya que es en verdad lucrativo. Antes de partir hice un poco de meditación en la orilla de la playa  absorbiendo siempre las energías positivas de la naturaleza y me dispuse  a regresar a La Paz. ¡Ha sido un viaje extraordinario!

Aunque playas blancas aún no es un lugar muy conocido, existen personas que lo visitan, no tiene un gran impacto social pero de igual modo  es importante enfocarnos voluntariamente en hacer un turismo responsable  y sostenible pues  es una muestra de la calidad de seres humanos que somos. Cuidar  el hermoso patrimonio natural que tenemos es vital.

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